En diciembre de 1961 Alberto Cormillot recibía su diploma y comenzaba una carrera que, 61 años más tarde, lo apasiona como el primer día. Hoy, en la celebración nacional que homenajea a quienes cuidan nuestra salud, compartimos su reflexión sobre el camino recorrido
Hace exactamente 61 años, el 1 de diciembre de 1961, recibí mi diploma de médico.
Mirando hacia atrás hago un balance razonablemente favorable, aunque no quiero aparentar una falsa modestia: algunos emprendimientos fueron buenos, otros regulares, otros malos y muchos ni los empecé.
Entre las cosas complicadas que te puede deparar la vida, para mí hay dos que se destacan: no lograr tus metas… ¡y lograrlas! Yo las logré; pero tuve varias decenas de nuevos objetivos y proyectos, así que no padecí la segunda insatisfacción.
Sin embargo, lo que más valoro de estos 61 años es mi tenacidad y mi espíritu de servicio y tener la suerte de que me encanta estudiar, trabajar en equipo. Esto incluye la virtud de interesarme por la gente y saber escuchar.
También aprendí a convivir con mis debilidades… ¡esas las contaré en otra reflexión!
Lo que quiero compartir con ustedes al cumplir 61 años como médico es mi enorme agradecimiento.
GRACIAS…
A mis viejos, que además de bancarme la carrera, me pagaron la primera cuota de los muebles del consultorio y me fueron dando partes de su casa hasta que,cuando no tuvieron dónde dormir, me mudé. Ellos también me dieron la mejor combinación de amor, cuidado, empuje y herramientas para enfrentar la vida.
- A mi madre, modelo de firmeza, enfermera de alma, curadora… de ella aprendí la mitad de lo que apliqué en mi práctica incesantemente.
- A mi padre, de quien heredé su maravillosa curiosidad y quien me hizo vivir siempre como alumno de algo.
A mis abuelos y mis tíos, que me cuidaron mientras mis padres trabajaban y desde chico me hicieron escuchar “C’è bisogno di lavorare” (¿te lo traduzco?).
A mi jardín de infantes y a mis maestros de la escuela primaria, que me enseñaron una de las cosas más importantes de mi vida: leer.
A la farmacia de mi abuelo, donde aprendí qué era una dosis, una hierba, una prescripción, una pomada, la diadermina. Allí jugué con naftalina y robé confites.
Al Liceo, donde aprendí orden, disciplina, compañerismo y a respetar ciertos límites (en especial del Tte. Aguirre… él no recuerda por qué, ¡pero yo sí!).
A los que me pusieron otros límites que me permitieron aprender cómo burlarlos cuando consideré que eso ampliaría mis posibilidades de cambiar las cosas.
A la Universidad de Buenos Aires, que me dio generosa y gratuitamente sus conocimientos.
Al practicante que, cuando le pregunté “cuándo te parece que llego para dar Fármaco… ¿marzo o diciembre?”, me dijo: “hace casi 3 años que no estudiás… ¡no seas vago y rendila el mes que viene!”. Así me enseñó, sin saberlo, que amaba estudiar y que más que una gran inteligencia se necesitaban horas de silla.
Al profesor de Traumatología que me preguntó “¿usted sabe inglés?”, “No”, le respondí, y me dijo… “¡en medicina el que no sabe inglés es un semianalfabeto!”.
Al Hospital Salaberry que me aceptó como practicante de la guardia de los lunes como “último perro” (¡así se le decía al recién llegado al que se le podía hacer de todo!) y donde aprendí a coser y anestesiar con éter (¡aun se usaba el ombredanne!).
Al Hospital Alemán, que me dio mi primer trabajo como médico y donde aprendí las especialidades que no quería hacer.
Al médico uruguayo que me presentó la medicina psicosomática. ¡Los pacientes eran personas! Eso me lo debía la Facultad y gracias a que me lo debía lo tome con más ganas.
Al Hospital Piñero, que me dio el primer nombramiento municipal en Radiología y en el que aprendí los balbuceos en Clínica Médica en la sala del doctor Mass.
A las universidades de Columbia y Pensilvania, las primeras en que entré a formarme y donde conocí a los grandes investigadores y maestros de la especialidad.
A la secretaria del primer Congreso Internacional de Obesidad, que me escribió “no hay cupos para latinoamericanos” y me enseñó que en la vida no siempre hay cupos para los que lo merecen sino para los que insisten (por supuesto la volví loca y conseguí lugar para mí y para el doctor Braguinski).
Al viaje en el que decidimos fundar la Primera Sociedad Médica de Obesidad de Argentina.
A todos los que me enseñaron innumerables medicinas alternativas, porque aprendí por qué no debía usar la mayoría de ellas.
A los variopintos terapeutas que tuve, quienes me enseñaron lo bueno y lo malo que se puede hacer en ese campo. Afortunadamente con el tiempo afiné la puntería y di con los mejores (adivino lo que pensás, pero eso no es su culpa… ¡ellos hicieron lo que pudieron!).
A los directores de las instituciones vinculadas conmigo, todo mi agradecimiento.
A los pacientes que tuve sin cesar desde los principios de mi carrera, a quienes les di lo mejor que tenía y de quienes recibí la posibilidad de hacer más de 200 viajes internacionales para formarme, en especial en los Estados Unidos.
A Alcohólicos Anónimos, que me permitió comprender qué es una enfermedad crónica, la diferencia entre cura y recuperación y el mecanismo clínico de las adicciones décadas antes que estos conocimientos se comenzaran a instalar en las mentes médicas. También les agradezco por darme las bases para fundar ALCO.
A las millones de personas que confiaron -y siguen confiando- en la Fundación (¡si, millones!).
A la American Cancer Foundation que me permitió hacer los primeros grupos (PACCTE) del país para dejar de fumar, de los que nació “Chau pucho”.
A la compañera que un día me pidió ayuda para su marido que era jugador compulsivo, porque a partir de eso creé JAC, la primera asociación para dejar de jugar que fue el germen de Jugadores Anónimos.
A los grupos de los Estados Unidos que me inspiraron para hacer DIETA CLUB, a todos los que confiaron en cada uno de sus centros y a las miles de personas que participaron.
A quienes compartieron conmigo la creación del primer servicio de viandas del país y el primer tratamiento de obesidad vía internet.
A la política, que me permitió ser dos veces ministro, ayudar a mucha gente y, entre tantas otras cosas, organizar el aspecto social de la mudanza del Warnes.
A los hospitales de Buenos Aires que conduje durante casi dos años y donde me adoptaron como municipal sin haberlo sido durante muchos años.
A la Universidad ISALUD, que nos acogió cuando teníamos una incipiente carrera terciaria y donde hoy dirijo una Tecnicatura y una Licenciatura en Nutrición, y a los alumnos que confían en nosotros y donde pude recibir el título de Profesor Universitario.
Al Municipio de Malvinas Argentinas, que puso bajo nuestra dirección y con mi nombre el primer hospital municipal del mundo dedicado a la obesidad.
Al Municipio de San Isidro, donde coordino el Programa “Nutrición para la comunidad” en el Hospital Central.
Al Municipio de Tigre, donde trabajamos en el programa “Mejorando hábitos” del Instituto Municipal de Alimentación Saludable y Nutrición (IMASN).
A don Pedro Muchnik, el creador de“Buenas tardes, mucho gusto”, quien me dio mi primer trabajo en TV y me dijo: “Cormillot, si quiere seguir aquí sepa que tantos minutos son esos y ni un segundo mas”, y así me enseñó el valor del tiempo en los medios.
A todas las revistas y editoriales que me hicieron infinidad de notas y compartieron (y siguen haciéndolo) innumerables proyectos conmigo.
A las productoras, las radios y los canales de televisión, en especial a Endemol (canal 13) y al emblemático programa Cuestión de Peso, con quienes logramos -junto a Fundación ALCO- la Ley de Obesidad.
A los colaboradores de toda mi vida y a los que alguna vez formaron parte de ella.
A los amigos que me acompañan en las buenas (todos) y en las malas (¡casi todos, no me puedo quejar!).
A mis maestros de baile, que me cambiaron la vida y tienen cada día más paciencia.
A mis compañeros de trabajo en todos los ámbitos.
A lo que muchos llaman suerte (aunque gran parte de ella la encontré sábados, domingos y noches dedicadas al estudio y al trabajo).
A Mónika Cormillot, quien me acompañó casi desde el primer día en que abrí el consultorio, me regaló dos hermosos hijos y siguió al pie del cañón hasta su último día de vida.
A mi esposa, mis tres hijos: Renée, Adrián y Emilio, la madre de mis nietas Abril y Zoe y mi nuera, la madre de mi nieta Emita.
Al doctor Loda, quien después de reconstruir mi mano destruida por Manolo, mi perro adorado, me dijo que moviera más la muñeca en rehabilitación y cuando le confesé “no puedo más” me respondió una frase inolvidable: “el ejercicio empieza cuando creés que no podés más”. Desde entonces, le di un poquito más… y eso es lo que sigo haciendo día tras día.
En fin… ¿cómo se llega a los 61 años de profesión? ¡De un día a la vez!
Haciendo cada día lo mejor que está a mi alcance. Y al día siguiente, volviendo a hacer lo mismo.
Planeando el mediano y largo plazo, haciendo foco en cada tema… de una hora a la vez, incluso de un minuto a la vez.
Seguro hay otras maneras de vivir. Yo elegí esta y es la que llevo adelante desde hace más de seis décadas.
Prof. Dr. Alberto Cormillot