Cada 20 de noviembre se celebra el Día Nacional de Lucha Contra la Obesidad, una oportunidad para aumentar la concientización acercade esta enfermedad crónica y pandémica que sigue poniendo en jaque la salud de millones de personas en nuestro país y en el mundo
En coincidencia con el Día Universal del Niño establecido por la Organización de las Naciones Unidas, un día como hoy, pero en 2006, realizamos un abrazo masivo al Congreso de la Nación; paso trascendental para que, en nuestro país, dos años después se apruebe la Ley 26396 de Prevención y Control de Trastornos Alimentarios. Esta normativa incluye, entre otras medidas, la cobertura del tratamiento integral de la obesidad y los desórdenes de la alimentación (anorexia y bulimia nerviosa) en todo el sistema de salud, incluidas la obras sociales y prepagas.
Desde entonces, cada 20 de noviembre conmemoramos este día en el que se pone el foco sobre una de las enfermedades no transmisibles y crónicas que más complicaciones tiene no solo para la salud física y emocional sino, además, para la vida en sociedad.
La sanción de la Ley fue el resultado de un largo camino que se inició poco antes de recibirme como médico, cuando comencé a estudiar el problema de la obesidad. La contradicción entre la idea predominante de esta enfermedad vista como un problema menor y estético, y la seriedad de sus consecuencias me apasionó de inmediato, al punto en que, con el tiempo, le terminaría dedicando mis más de cincuenta años de vida profesional.
Por entonces, no existía ninguna materia en la facultad, libros, journals o congresos científicos que abordaran el problema. Esta falta de tradición teórica me llevó a buscar analogías con otras enfermedades. Comencé a viajar al exterior, en especial a los Estados Unidos, donde me volqué al estudio de adicciones como el alcohol, el cigarrillo, el juego y las drogas.
La experiencia con Alcohólicos Anónimos me enseñó, ya en 1966, que la obesidad era una enfermedad crónica comparable a la hipertensión o la diabetes, en las que el paciente debe aprender a controlar su enfermedad mediante cambios duraderos en su estilo de vida. También comprendí que, al igual que en las adicciones, no se podía hablar de una cura definitiva, sino que había que apuntar a la recuperación del enfermo. Siete años más tarde escribí el libro “El arte de no estar gordo”, donde expuse estas y algunas otras ideas embrionarias que, décadas después, con el campo de la obesidad ya constituido, se verían confirmadas por los avances en la fisiología de la enfermedad.
En términos sencillos, comprendí que el organismo se “acostumbra” a la obesidad, la defiende, por decirlo así, y sabotea nuestros esfuerzos espontáneos por mantener un peso saludable.
Hoy se sabe, por ejemplo, que el cerebro perpetúa la obesidad a través de una “programación” del cuerpo que era muy útil en tiempos remotos, en los que los alimentos escaseaban, y por lo tanto era necesario conservar la mayor cantidad de energía posible en forma de grasa. Hoy, en cambio, los alimentos sobran en especial los ricos en calorías y pobres en nutrientes esenciales. En otras palabras: nuestro cuerpo está preparado para defenderse de la escasez, pero no de la abundancia.
Nuestra sociedad pasó de una alimentación basada en vegetales y carnes magras a una en la que predominan alimentos industrializados, con porciones exageradas, cargados de grasas, sodio y azúcares que intoxican el sistema de regulación del peso. A esto hay que sumar el hecho de que los alimentos más sanos son comparativamente más costosos que los alimentos menos convenientes y la contundente realidad del sedentarismo.
Como resultado, se calcula que aproximadamente 2.000 millones de personas tienen sobrepeso y más de 650 millones tienen obesidad en el mundo, cuadros definidos como un Índice de Masa Corporal (IMC: relación entre peso y estatura) de entre 25 y 30 en el primer grupo y mayor a 30 en el segundo.
Debido a su prevalencia, la obesidad puede considerarse una pandemia desde 1970 y sigue en aumento: su incidencia trepó el 1% cada tres años entre 2004 y 2014 y, si la tendencia continúa, las proyecciones indican que para 2050 la población con sobrepeso y obesidad alcanzará el 50%.
Nuestro país, sin embargo, ya supera el cálculo previsto. Según los datos de la Segunda Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (ENNYS 2) de septiembre de 2019, el 67.9% de la población adulta tiene exceso de peso: 34% de las personas tienen sobrepeso y 33.9%, obesidad.
Estas cifras son el resultado de haber minimizado el problema y sus consecuencias ya que la obesidad es una enfermedad crónica relacionada con más de 300 enfermedades, muchas de gravedad como la diabetes tipo 2, las enfermedades cardiovasculares, la hipertensión, el accidente cerebro vascular –ACV- y algunos tipos de cáncer.
Además, a las complicaciones físicas, emocionales y sociales, se le suma que es, junto con la diabetes, la hipertensión y la enfermedad coronaria, un importante factor de riesgo, contagio y agravamiento de infecciones entre las que se encuentra la actual pandemia de COVID-19, evento mundial que volvió a poner el foco en resultados de estudios realizados durante otros brotes de influenza -como la gripe A- que ya habían confirmado la mayor vulnerabilidad de las personas con sobrepeso y obesidad.
El estudio “Efectos en la salud de los riesgos dietéticos en 195 países, 1990–2017”, publicado en la prestigiosa revista científica The Lancet, señala que la mala alimentación (dieta baja en frutas, hortalizas, legumbres, cereales integrales, nueces y semillas, leche, fibra, omega-3 y elevada en carne roja, alimentos procesados, bebidas azucaradas, grasas saturadas y trans y sodio) impacta en el desarrollo de enfermedades crónicas no transmisibles (ECNT) entre las que se encuentran las cardiovasculares, la diabetes, el cáncer, el sobrepeso y la obesidad; responsables de 11 millones de muertes por año en el mundo, 4 millones más que las provocadas por el cigarrillo.
Frente a esta contundente realidad, queda claro que el problema de la obesidad no se resuelve solo con el tratamiento ni con el esfuerzo individual; ya que se requieren medidas de gran escala, con la participación del Estado y del sector privado, que permitan ir modificando gradualmente los aspectos que hacen de nuestra sociedad un entorno “tóxico” que favorece la obesidad, la mala alimentación y el sedentarismo.
Medidas urgentes
Parte de la solución a esta epidemia se basa en la promoción de una alimentación accesible, saludable, sustentable y agradable para prevenir y tratar enfermedades. A grandes rasgos esto requiere trabajar sobre cinco áreas:
1. Producción. Una política predecible e infraestructura que permita al productor planear a largo plazo y llegar a grandes centros con costos accesibles.
2. Industria. Reformular el contenido en calorías, grasas, azúcares, sal; el tamaño de las porciones y desarrollar un etiquetado frontal más claro.
3. Oferta. Multiplicar los lugares de venta y consumo de opciones saludables; visibles y accesibles.
4. Educación. Capacitar a los adultos en nutrición para que enseñen hábitos saludables a los niños; dictar educación alimentaria y antibullying en aulas, mejorar la alimentación de los comedores escolares, restablecer los bebederos en las escuelas, regular los quioscos y hacer recreos activos.
5. Marketing. Favorecer el entorno saludable y regular la promoción de alimentos y de conductas, dietas, tratamientos, modelos de belleza que estén reñidos con un objetivo saludable.
La Ley, desde 2008, establece la obligación del Estado a impulsar campañas de información en materia de alimentación y salud, educación alimentaria y una (débil) regulación de la alimentación que se ofrece en las escuelas junto con el desarrollo de estándares que garanticen la calidad nutricional de los alimentos en los planes alimentarios nacionales. Lamentablemente, gran parte de estos lineamientos han sido poco profundizados en estos doce años.
Los distintos actores deben asumir el rol que les corresponde en la lucha contra la epidemia del siglo XXI:
- El Estado debe asegurar los medios para garantizar la salud y la buena alimentación de las personas, estableciendo junto con la industria alimentaria estándares que garanticen la calidad nutricional de los alimentos. Una forma de lograrlo, implementada por algunos estados en EE.UU. y en naciones europeas, es a través de un régimen de incentivos y cargas impositivas para estimular la producción y disponibilidad de alimentación saludable. También deberá velar por la educación nutricional y la alimentación en las escuelas, y regular o prohibir el marketing dirigido a niños menores de 12 años de alimentos con alto contenido de grasas y azúcares
- Los Municipios deberán planificar a futuro, medidas de diseño urbano tendientes a promover un mayor nivel de actividad física, por ejemplo, a través de la construcción de bicisendas y espacios seguros para fomentar el movimiento. Algunos municipios, como los de Malvinas Argentinas y Tigre, ya pusieron en marcha programas específicos en este sentido para capacitar a la comunidad y llevar adelante varias medidas relacionadas con la alimentación, la infancia, la actividad física y el entorno escolar.
- La industria alimentaria deberá trabajar para ofrecer una mayor oferta de productos saludables y tamaños de las porciones de sus productos, así como avanzar hacia una política de información fácilmente comprensible para el consumidor, especialmente a través de las etiquetas nutricionales.
- La industria farmacéutica deberá implementar mecanismos que desalienten e impidan la “polifarmacia” o tratamientos sin ningún rigor científico que ponen en riesgo la salud.
- Las asociaciones médicas, fundamentales en la lucha contra otras enfermedades, deberán abandonar sectarismos y adoptar un diálogo multidisciplinario productivo y democrático.
- Las universidades deberán contribuir a la formación de profesionales de la medicina general con conocimientos acerca del manejo y la prevención de las enfermedades crónicas, algo que ya estamos implementando en las carreras del Instituto Isalud. También deberán formar especialistas en obesidad, que satisfagan la gran demanda de capacitación que hoy se ofrece, casi en soledad, a través del valioso posgrado de la Universidad Favaloro.
- Los padres deberán ser modelos de rol adecuados para sus hijos en materia de alimentación saludable y un estilo de vida más activo. También deberán asumir una mayor responsabilidad en la alimentación de sus hijos y aconsejarlos sobre la importancia del peso saludable y la práctica de actividad física.
No se trata de inventar la rueda, sino de aprender de las experiencias exitosas de otros países y adoptar un esquema de cambios graduales; prudentes, pero decisivos.
La pandemia vuelve a poner de manifiesto una verdad incuestionable: es tiempo de luchar contra el sesgo anti obesidad que impide verla como lo que realmente es: una enfermedad crónica que afecta a todo el organismo.
Las cifras de sobrepeso y obesidad que tenemos en nuestro país son resultado de décadas sin programas firmes, continuados, coordinados y evaluados.
Una de las razones es la falta de una política de alimentación fuerte, mantenida en el tiempo y lo más consensuada posible. Remarco “posible” mucho más en este momento en el que conviven en nuestro país situaciones de hambre, malnutrición y obesidad.
Por supuesto, como ocurre en todas las enfermedades, los que más padecen el problema son los sectores con menos recursos. Incluso quienes reciben ayuda alimentaria lo hacen principalmente a través de alimentos ricos en harinas, azúcares y grasas; ayuda distribuida en las zonas más vulnerables, pero hasta donde yo conozco, con escaso seguimiento, evaluación del impacto y educación nutricional y culinaria. El resultado pone a la malnutrición infantil como una de las amenazas más potentes a la salud pública del futuro.
El actual gobierno puso como prioridad la lucha contra el hambre. Una manera de fortalecerla y modificar la histórica falta de medidas en esta área es volver al modelo que se creó en 1938 con la magistral creación del Dr. Pedro Escudero, el Instituto Nacional de Nutrición: investigaba, educaba, asesoraba al gobierno, divulgaba los nuevos conocimientos.
Lamentablemente los avatares gubernamentales lo fueron amenizando hasta su desaparición, en 1969.
De crearse este organismo, debería generar una Política de Alimentación, ser independiente de los vaivenes políticos, con una conformación transparente y la participación, con distinto peso, de todos los sectores vinculados con el tema: Salud, Acción Social, Educación, Producción, Transporte, CONICET, Universidades, sociedades científicas pertinentes, otros organismos del Estado, Cámaras vinculadas al tema y la Industria de la alimentación y la bebida, entre otros actores
El Instituto Nacional de Nutrición de antaño fue inspiración para toda América Latina. Ya se sabe cómo hay que hacerlo y también se conocen los resultados de no tener una política de alimentación durante algo más de medio siglo.
La pandemia seguramente producirá cambios de distinto tipo en nuestra sociedad. Quizá sea una buena oportunidad para esta refundación. Solo falta la decisión de convertirlo en realidad. La obesidad es una epidemia de origen social, y el tratamiento tiene que ser social. En consecuencia, es indispensable una intervención del Estado. Solo así dejará de ser el pariente pobre de la medicina.